Por José Guadalupe Bermúdez Olivares
En el corazón del cooperativismo auténtico, las prácticas no son un adorno ni un requisito burocrático: son la expresión viva de los valores y principios que lo sostienen; quienes los viven cotidianamente no solo administran un proyecto productivo, sino que cultivan la confianza mutua, la solidaridad y la responsabilidad compartida. En estos espacios, las personas se transforman, aprenden a decidir juntas, a compartir riesgos y beneficios, y a reconocerse como protagonistas de su propio desarrollo, ahí, el cooperativismo no es un manual: es una experiencia que modifica realidades y potencia la transformación social.
En el otro extremo están aquellas organizaciones que, aunque se autodenominan “cooperativas”, se han distanciado tanto de estos principios que sus prácticas se parecen más a las de empresas de servicios financieros convencionales, han reemplazado la construcción de comunidad por el cálculo de rentabilidad, y el sentido de pertenencia por la relación de cliente y proveedor, sus socios ya no son sujetos de derechos y responsabilidades compartidas, sino consumidores de un producto, ajenos al proceso colectivo que define al verdadero cooperativismo.
La diferencia, entonces, no se juega en los estatutos ni en el nombre registrado, sino en el día a día: en cómo se toman las decisiones, en cómo se distribuyen los beneficios y en si las relaciones internas son de corresponsabilidad o de simple transacción. Ahí se define si hablamos de una cooperativa viva que encarna un proyecto social o de una empresa disfrazada que solo conserva el nombre para legitimarse.
En este tenor, el 30 de julio en el marco del Encuentro Nacional de Economía Social convocado por el Gobierno de México a través de la Secretaría de Economía, en un panel donde participó Columba López, titular del programa Sembrando Vida, se expuso lo grandioso del trabajo de Sembrando vida, de los retos actuales, en un análisis que no encajó con la percepción o intención de quien representaba en ese momento a Concamex.
Es importante señalar que en el actual escenario de las políticas de desarrollo rural, Columba se ha erigido como una voz obstinada y visionaria, su convicción es clara: en cada grupo del programa Sembrando Vida late la posibilidad de una cooperativa genuina, arraigada en la tierra y en la voluntad de sus integrantes; Columba coincide con miles en la posición de que el cooperativismo no es solo un modelo productivo, sino una forma de vida capaz de romper con la dependencia histórica y de tejer redes de apoyo que transformen a las comunidades desde dentro. Sin embargo, en la otra esquina de este debate se sitúa Concamex, organismo que agrupa a un sector de las cajas de ahorro y que, paradójicamente, hace tiempo dejó de aplicar los principios básicos del cooperativismo, su representante, en el momento del panel, afirmó que esas intenciones no van a prosperar, que morirán en un tiempo breve y están condenadas al fracaso, desde su percpectiva los grupos campesinos no cuentan con la capacitación, el compromiso colectivo ni las condiciones para sostener una cooperativa viable, por lo tanto invitan a llevar a los grupos de Sembrando vida a su organización, a lo que Columba expresó con ademanes: “Serán exitosas, vivirán”.
La confrontación entre ambas posturas revela una tensión estructural: no es solo un desacuerdo técnico, sino un choque de modelos de desarrollo, Columbia encarna la idea de la autogestión comunitaria y la construcción de capacidades desde abajo, mientras Concamex opera bajo lógicas más verticales, priorizando la viabilidad financiera y la seguridad de inversión por encima de la cohesión social, en similitud con los bancos que insisten en administrar el dinero de los clientes. Lo que está en disputa es la pregunta de fondo: ¿se construye el desarrollo desde la autonomía local o desde las estructuras que ya controlan los flujos económicos?
Cada vez que Concamex insiste en el inminente fracaso, Columba responde con un “¡Lo lograremos!” que no es simple eslogan, sino declaración de resistencia. En sus gestos se percibe el convencimiento de que el cooperativismo real, no el maquillado por fines corporativos, puede florecer en el campo mexicano si se le da el tiempo, la formación y el acompañamiento necesarios. Para Columba, fracasar no sería el resultado inevitable, sino la consecuencia de no intentarlo con honestidad.
El debate permanece abierto, pero mientras Concamex observa con calculadora en mano y pronósticos de rentabilidad, Columba camina los surcos, habla con los productores y siembra algo más que semillas: siembra la creencia de que el desarrollo y la participación social no tienen por qué estar subordinados a las cifras. En ese terreno de luchas y esperanzas, se decide no solo el futuro de un programa, sino el sentido mismo de la palabra cooperar.
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